CONFESIÓN

Juana Salabert



El verano de 1999 regresé a “Mirage”, la vieja casa familiar de mis veraneos infantiles próxima a La Rochelle, a petición de mi padre. Me había avisado de que tía Florence estaba enferma, “lo bastante mal como para no distinguir una época de otra y abismarse en recuerdos dudosos… regodeándose en absurdidades de pésimo gusto en las que se culpa a sí misma hasta del asesinato de Henri IV”, apuntó malhumorado. Y añadió que la anciana insistía en verme con terquedad rayana en la obsesión. Aquello me sorprendió, pues a tía Flo nunca le interesé demasiado, al menos mientras fui un niño ruidoso con torpe tendencia a destrozar ventanales a balonazos o un adolescente que le invadía la casa de muchachos hambrientos y chicas vocingleras a las que besar por cualquier rincón. A Florence de Signac solían irritarle los niños y los jóvenes (aunque por cortesía y evidentes razones familiares procuraba no manifestarlo), los perros, las multitudes y los televisores, aparatos que siempre se negó a introducir en la casa donde nació y que apenas si abandonó durante su vida de solitaria con fama de maníaca local. Ya de mayor nos vimos más bien poco, en navidades y en ocasiones por pascua; por entonces yo prefería dedicar los veranos a recorrer Europa o América Latina, mochila al hombro con la amiga de turno, y luego marché varios años a Cornell para mi posgrado. Ese mes de agosto 1999 ultimaba la primera versión de mi tesis doctoral, que versaba sobre las turbias actividades en los Pyrineos atlánticos de la colaboracionista “Milice” montada por Darnand en enero de 1943, y la idea de interrumpir un trabajo que marchaba a buen ritmo no me sedujo demasiado. Pero mi padre parecía realmente alarmado, de modo que metí libros, portátil y un sucinto equipaje en el coche y abandoné un París invadido de turistas que se lamentaban a gritos por los bulevares de las anómalas lluvias sin fin. Me dije que los desvaríos de Florence no serían tan graves y que en La Rochelle podría descansar.

Cuando llegué a “Mirage” y el achacoso Antoine me abrió la verja del parque, me sorprendió y desalentó el aire de abandono del caserón que nuestro antepasado, un avispado financiero sin escrúpulos ennoblecido por el venal Napoleón III, le compró a la antigua favorita de un orléanista arruinado por deudas de juego. El parque estaba bien cuidado, pero no se podía decir lo mismo del edificio. La techumbre de pizarra tenía mal aspecto y la fachada mostraba sus heridas a través de las enramadas de hiedra. Aspas de madera toscamente claveteadas clausuraban las ventanas y los ojos de buey del desván.

Tía Flo me aguardaba muy erguida en el vestíbulo, vestida con uno de sus habituales trajes de otro tiempo, de color burdeos y puños y cuello de encajes. Sus labios finos y secos rozaron apenas mis mejillas (ella detestaba las efusiones) y enseguida le quitó importancia a los tres o cuatro cubos dispuestos bajo las goteras. “Al año próximo le tocará a tu padre meterse en obras, lo bueno de morirse será no tener que aguantar albañiles y fontaneros a mi alrededor”, dijo sin énfasis. Comenté que no tenía ninguna pinta de agonizante, pero ella, que saltaba de un tema a otro con rapidez de malabarista, desdeñó mis protestas y me conminó a volver lo más pronto posible a instalarme en Francia si no quería terminar “enredado e incluso casado con una de esas mascadoras de chicle que lavan en shorts sus estúpidos coches a la puerta de sus estúpidas casitas valladas”. Me reí para mis adentros imaginando la enfurecida cara de Rachel, que vivía en el Village, enseñaba violonchelo en Juilliard, hablaba un francés perfecto y amaba con pasión a Ronsard y a Du Bellay, si hubiera podido oír semejante tópico de labios de una mujer que no pisaba una sala de cine desde mucho antes del 68. Pero no dije nada, porque mi tía ya me estaba alabando sus nuevas mermeladas de pétalos de rosas y claudias –que gozaban de justa fama en toda la región-, al tiempo que tocaba el timbre y le instaba a la vieja Françoise a servirnos “ipso facto” la cena en el comedor de verano.

Su confesión llegó, amarga, al final de aquel insólito banquete con nosotros dos situados a las descomunales cabeceras de una mesa con capacidad para dieciséis comensales y mantel alegrado por ramilletes de peonías y luces de candelabros. Un festín de entrantes, patés, mariscos, asados y dulces, regado con vinos extraordinarios, reservados, según ella, para ese momento que me había caído en desgraciada suerte a mí. Françoise ya había retirado el servicio y encendido en el hogar de la salita contigua un fuego que no hacía ninguna falta, cuando ella empezó a hablar, muy tiesa sobre su butaca Imperio, y recuerdo que la somnolencia y la sensación de pesadez se esfumaron al cabo de sus primeras frases, y no precisamente por el cognac.

A día de hoy, en esta primavera neoyorkina del 2005, cuando apenas falta una semana para mi boda con Rachel, aún no sé si dar crédito definitivo a esa historia abominable, o si he de inclinarme por la mucho más tranquilizadora versión de mi padre, quien pretende que su hermana mayor, que falleció en marzo del 2000, se inculpaba de actos imaginarios por falta de riego o simples trastornos de solterona senil. Mi padre, que se ha retirado con Stéphanie, su segunda mujer, al dominio de “Mirage” (ha remozado y restaurado la casa por completo), no quiere de hecho ni oír mentar “semejante patraña monstruosa”. Pero yo continúo despertándome demasiadas madrugadas con la visión de unos familiares ojos azules clavados en el chisporroteo de los troncos y el abrumador recuerdo de una voz firme y gélida que rescata del pasado que no termina de pasar un vil secreto de pesadilla…

—Tu padre me habló del tema de tu tesis doctoral, Julien, y cuando lo hizo comprendí que era a ti a quien debía revelar mi pecado del ayer. Lo he ido posponiendo acaso por cobardía, pero intuyo que no me queda mucho tiempo del mismo modo que sé que ninguna confesión podrá expiar el acto cometido. Durante la cena te he preguntado por tus trabajos en curso y te has referido, de pasada y con lógico horror, a los cinco millones de cartas de denuncia, algunas anónimas y otras no, recibidas durante la Ocupación por los alemanes y las autoridades colaboracionistas de Vichy, que se conservan en los archivos. Cartas donde determinados ciudadanos denuncian a sus vecinos, a judíos y resistentes, a maquis y jóvenes fugitivos refractarios del STO obligatorio en Alemania. Una de esas cartas sin firma y llenas de odio, resentimiento y codicia, la escribí yo, la mandé yo en persona a la Kommandatur.

Me levanté sobresaltado, derramando sin querer la licorera, que se hizo añicos a nuestros pies. ¿Qué barbaridades contaba, balbucí, ella, la hija del coronel Serge de Signac, que marchó a Londres con De Gaulle en 1940, la sobrina de Julien de Signac, resistente FTP ametrallado por los alemanes junto al resto de su grupo sorprendido en aquella fantasmal alquería abandonada? Las manos me temblaban mientras recogía los fragmentos de cristal tallado, pero Florence prosiguió, inflexible:

—Mi tío Julien, cuyo nombre tú has heredado, y sus compañeros murieron asesinados el 20 de febrero de 1944 en la vieja alquería de los Leloup, mientras balizaban el terreno para el aterrizaje de unos paracaidistas de las FFI que traerían armas e instrucciones, porque yo le indiqué en mi carta a los alemanes que allí se celebraban muchas tardes reuniones de los sublevados. Acerté sin ni sospecharlo, porque no me imaginaba en absoluto que allí se reuniera nadie salvo ellos dos. Sólo quería desenmascararlos, darles un buen susto. Castigarlos, en una palabra.

Pregunté débilmente de qué “dos” estaba hablando, a quiénes anhelaba “desenmascarar”, y por vez primera cruzó sus ojos con los míos. Habló con reposada suavidad:

—A mi madre y a su cuñado, naturalmente. Es decir, a tu abuela Solange y a tu tío abuelo Julien, al que obviamente no has podido conocer. Por aquel entonces estaba segura de que estaban liados y de que se citaban en secreto en la ruinosa alquería Leloup, más de una vez los vi tomar juntos ese camino. En cierta ocasión, los vi abrazados, se aferraban como si estuvieran idos, enfermos o desesperados. Sin embargo, con los años y el remordimiento empecé a pensar que tal vez me lo imaginé todo, aunque eso no excusaría nada, por otra parte. Tenía trece años y aborrecía el adulterio… la idea de ese adulterio. Yo adoraba a mi padre, que estaba lejos, vivía con el constante temor de que lo mataran en alguna batalla. Y odiaba a mi madre y a mi tío por engañarlo mientras él luchaba por todos nosotros… Bueno, eso es lo que me contaba a mí misma para justificarme desde que se me ocurrió escribir la carta. Me repetía que defendía el honor del héroe ausente. Pero muy al fondo de mí sabía vagamente que lo único que estaba defendiendo eran mis celos. Yo tenía celos de mi madre y de mi hermano y de todos, quería ser la única… o al menos la primera en el corazón de alguien. Quizás elegí a mi padre porque estaba tan lejos, porque nunca me hizo demasiado caso o porque le encantó que su segundo hijo, Philippe, tu padre, al que dejó siendo un bebé de meses cuando se marchó a Londres, fuese un varón y no otra niña. Le gustó y no lo ocultó, se pasaba el día repitiendo satisfecho que al fin tenía el muchacho deseado. En sus cartas de antes de la derrota incluía párrafos enteros sobre el “bebé Philippe”. Y tan sólo media línea de banales besos y aburridos consejos para “Flo, su niñita grande”. De manera que redacté la maldita denuncia falsa, que resultó ser más cierta que nada en el mundo, y la eché sin remite, dirigida a la Kommandatur, regocijándome de antemano con la vergüenza de los amantes cuando los sorprendiese en plena faena una patrulla alemana. El resto lo has oído contar mil veces en esta y otras casas, has leído los nombres de los muertos en el monumento del pueblo. De los muertos que yo maté con mi puño y letra. Si no está el de Solange de Signac entre ellos, es porque a mi madre la entretuvo alguien de camino. Pasado el arroyo, escuchó las ráfagas de ametralladora y pudo retroceder a tiempo. Y llegar a casa deshecha en llanto. Si existiese el infierno, no me daría miedo porque llevo décadas abrasándome en él.

La miré atizar el fuego y asentí a su ruego de que me marchase por la mañana sin despertarla. Me sentía exhausto, dividido entre la repugnancia y la compasión. Ya en mi cuarto, le di la vuelta al retrato donde yo era aún un niño mofletudo disfrazado de mosquetero en brazos de su desaparecida abuela Solange, y me eché a llorar.

Al llegar a París descubrí en el maletero los tarros de mermelada. La visión de su pulcra escritura sobre las etiquetas de envasado casero casi bastó para enloquecerme.

No he vuelto a probar ninguna clase de confituras. Y a veces me da miedo la idea de tener hijos… Rachel suele decir que teniendo en cuenta mis muchas manías y supersticiones no es extraño que finalmente me haya especializado en la Alta Edad Media.

Publicado el la revista La Clave, número 225, agosto de 2005