EL MONSTRUO DEL PARQUE

Ernesto Pérez Zúñiga

ilustración a partir de The Sandman, de Neil Gaiman


I
La tarde lluvias de azul y el parque lenta espesura. Caminaba con una de mis abuelas y uno de mis abuelos, muertos de bandos contrarios pero alegres por haberse reencontrado otra vez en la vida. Hacia el fondo de los árboles, entrevimos un gran bulto que voló con torpeza de una copa a otra. Avanzamos. Habíamos oído hablar de él. Más que volar se lanzaba de un lugar a otro y las alas le ayudaban a controlar la caída. Todavía anduvimos antes de detenernos sobresaltados por un estrépito en el árbol más cercano: era un cuervo negro que, supusimos, también habitaba en el parque.
Cuando habíamos perdido la esperanza de toparnos cara a cara con el monstruo, apareció por fin a nuestra izquierda, lanzándose desde el alféizar de una ventana hasta una rama sobre la que consiguió equilibrarse tras el estruendo de alas y hojas. Me fijé bien en su enorme cola, gruesa y deforme como un pequeño tronco, brutalmente enquistada. Por lo demás, el cuervo parecía sano. Uno de los dos debía de ser la hembra.

II
Escribiendo este sueño consigo adivinarlo. Mi abuela Ángeles murió de tristeza cuando mi abuelo Manuel fue fusilado. Mi otro abuelo, Juan, sobrevivió en el frente contra el ejército republicano y luego apoyó la Dictadura. En mi sueño, son Juan y Ángeles los que pasean juntos con cariño y ningún rencor. Yo los acompaño sin melancolía, sin juzgar a ninguno de los dos por sus actos. Sin embargo, me doy cuenta ahora, al soñarlos he trasladado a un elemento exterior lo que de manera oculta pienso de uno de ellos. En el sueño he escrito: “uno de los dos debía de ser la hembra”, cuando lo que en realidad quería expresar, refiriéndome a mis abuelos, es: “uno de los dos debía de ser el monstruo”. Un monstruo que no es tal, sólo alguien que tiene una parte de sí mismo enferma, enquistada.