UN ATAQUE DE LENTITUD

Juan Carlos Chirinos


If I could make days last forever,
If words could make wishes come true,
I’d save every day like a treasure and then,
again, I would spend them with you.
Jim Croce

...
He tardado en iniciar este relato, aunque esos tres puntos quizá sean suficientes para dejar constancia de mi situación ahora. Estoy hundido, escondido de todos, no quiero ver a nadie. Siempre he sabido que a poca gente le ocurre lo que a mí; es un síndrome extrañísimo: la estadística dice que tan solo una persona de cada diez generaciones padece lo mío. Es una enfermedad que comienza poco a poco, para que el enfermo no se dé cuenta y no pueda ocuparse de ella hasta que tiene los síntomas muy avanzados. Las primeras manifestaciones del mal aparecen en forma de pequeños ataques de lentitud, que retrasan unas cuantas milésimas de segundo el tiempo del enfermo con respecto a los demás. Hay que decir que sólo un observador muy avispado que se concentre en el paciente sospechoso es capaz de detectar los diez primeros ataques, y ni siquiera estoy seguro de que la descripción que hago sea cierta, pues hablo de oídas y por lecturas que me he procurado a lo largo de los años. Lecturas, por otra parte, que bien pueden ser apócrifas y hechas como consejas de falsos hechiceros. En todo caso, es la única información de que dispongo, y por eso la doy por buena.

Bien, pues parece ser que los primeros ataques no los percibe el enfermo sino tarde, cuando ya ha perdido diez segundos, generalmente veinte, pero se conocen casos de gente que ha perdido ¡medio minuto! antes de darse cuenta. Y está documentado el caso de una repostera austriaca en el siglo XVIII que cuando tomó conciencia de que sufría continuos ataques de lentitud se había retrasado treinta minutos con respecto a los demás, lo que le acarreó todo tipo de problemas, sobre todo a la hora de hacer las entregas. Se trata, siempre, de gente muy despistada.

Pero esa no es mi situación.

Yo me he dado cuenta de mis ataques de lentitud casi desde que comenzaron. Al principio no les hice caso; procedí como lo haría alguien que, con el cabello muy negro, descubre una solitaria cana en su cabeza: ni se angustia ni se deja de angustiar. Al fin y al cabo, una miserable cana no hace daño a nadie, ni te hace ver más o menos viejo. Pero es un aviso. A mí me pasó lo mismo. Cuando descubrí que había perdido un par de segundos terminando de hacer café, como hago todas las mañanas, no le di importancia; al contrario, supuse que se trataba de un error en la rutina de elaboración del preciado líquido. Después, cuando el autobús de las nueve empezó a llegar 20 segundos antes de que yo llegara a la parada, creí que mis piernas se hacían mayores y no debía esforzarlas tanto como hacía antes. Ya no era un joven. Y así, paulatinamente, me fui dejando quitar segundos por los ataques de lentitud que nos van alejando de los demás. De hecho, este párrafo, que seguramente usted ha leído en cosa de medio minuto, me ha costado a mí mis buenas dos horas, y mi tardanza no se debe a mi demora en escribirlo, o porque me siente a meditar las palabras que coloco, ni siquiera porque corrija con prolijidad el borrador, sino porque los ataques de lentitud doblan, o triplican, el tiempo que invierto en hacer lo que cualquiera hace sin tomar conciencia de ello.

Los ataques de lentitud se esconden como virus informáticos. Llegan a nuestra consciencia a través de la ansiedad que queda después de un arduo día de trabajo, y el refrán «no por mucho madrugar amanece más temprano» se vuelve una amenazadora advertencia cuando los ataques de lentitud se suceden uno tras otro, como me ocurre a mí, que ya soy un enfermo crónico.

Por eso, y por otras razones, he decidido dedicarme en exclusiva a experimentar con mi enfermedad nuevas formas del tiempo. Ya no progresa ni regresa, sino que recula poco a poco, dejando que el resto del universo se le adelante, permitiendo que lo que viene detrás, eso que llamamos futuro, lo toque las menos de las veces. Todo, con la finalidad de controlar el virus que me consume. En un estado tan avanzado de padecimiento como el mío, el mal prescinde de los ataques de lentitud como arma principal de contaminación del cuerpo humano. Se especula que, con los años, se vuelve más sofisticado y descubre nuevos caminos de desarrollo. Algunos científicos alemanes se han instalado en la cuenca del Orinoco, acompañando a una misión de epidemiólogos venezolanos que sospecha que el origen de esta enfermedad está en las entrañas de un parásito que ataca a los venados y los corocoros que bajan a beber agua a las orillas del caudaloso río. No es una misión subvencionada por una sociedad científica ni por un gobierno en particular; por fortuna, en el mundo actual, el otro gran contaminado de que se tiene noticia cierta es un rico financiero cuyo nombre no estoy autorizado a dar, y que ha perdido varios miles de millones de dólares en sus operaciones bursátiles a causa de los continuos ataques de lentitud que lo agobian. Supe con horror que sus convulsiones vienen acompañadas por vómitos negros y asfixias que lo dejan morado durante varios días. Espero que esos no sean síntomas de un estadio superior de la enfermedad, sino los propios de la variante que él padece. Si no fuera así, estoy seguro de que mis días están contados, porque yo no dispongo de la fortuna de este magnate para que un ejército de médicos y enfermeras velen por mi bienestar a toda hora. Seguro que moriría asfixiado y los forenses de turno diagnosticarían peste bubónica, creando alarma colectiva y el aborrecimiento de mi memoria, por cochino y agorero.

En todo caso, estos científicos se están encargando de investigar un trastorno que oficialmente sólo afecta a dos personas, aunque nadie ha podido determinar si es una mutación esporádica de nuestro genoma o puede llegar a convertirse en una epidemia de dimensiones bíblicas. Joachim Archiloco, uno de estos científicos alemanes postula, en una relación que acaba de aparecer en el Journal of Academic and International Research, creo que de manera apócrifa, que el mal puede adoptar figuras tan elegantes como una metáfora latina o la forma del vuelo de las gaviotas. «La enfermedad» —dice—, «dejando de lado los ataques que, para decirlo de una manera llana, ‘suspenden’ el tiempo, se adentra en el espacio, en nuestra propia extensión, y empieza a modificar el lugar que las cosas ocupan sirviéndose del tiempo como deformador principal». Y así, un día cualquiera, un vaso de leche sin acabar que hemos dejado sobre la mesa, al día siguiente lo encontramos en la cocina boca abajo, reluciente de limpio. O si por la noche, cansados nuestros ojos de leer, nos obligamos a conciliar el sueño y colocamos el libro a nuestro lado, entonces la enfermedad se encarga de deformar el espacio y hace que el libro aparezca en el baño y, encima, nos hace olvidar lo que hemos leído, obligándonos a releer todo lo que ya sabemos. Porque lo sabemos. Cualquier objeto o disposición que el enfermo avanzado procure, son deformados por su padecimiento creando una nueva realidad cargada de tiempo retrasado, de tiempo contaminado e inservible. Los testimonios a que alude dicen que toda esta sintomatología deja en el enfermo un sabor pastoso en el paladar, como si acabara de beberse un vaso de miel. Esto lo doy por cierto, porque me ocurre regularmente. No en balde la miel tarda tanto en deslizarse por el frasco.

En su artículo, Archiloco alega haber conocido (yo pongo en duda esto) a un anciano yanomami (no estoy seguro de que los yanomamis habiten la zona que él señala en el mapa) que padece un estado avanzadísimo de la enfermedad y que por allí lo tienen por un sabio o mago, porque posee la capacidad de cambiar el curso de los ríos, atraer a los pájaros más sabrosos y bajar las frutas de los árboles con tan solo desearlo. Sin duda, pienso yo, este relato que con enjundioso detalle coloca en su artículo, y que yo paso a referir en traducción más bien libre, tan solo para poner de manifiesto su falsedad, no es sino producto de una mente calenturienta y europea, ávida de encontrar en la selva lo que ha sido incapaz de ver en su propia ciudad.

Aeropuerto de Los Pijiguaos, 3 de septiembre de 2005.

Hace dos días que duermo en las dependencias del aeropuerto, porque perdí todas mis cosas, y las pocas que me quedan —mi cámara de video, la grabadora, y alguna ropa— están a buen recaudo en Puerto Ordaz. Todavía me parece un milagro que haya podido caminar tanta selva solo. Aunque entre el campamento y el aeropuerto sólo hay cuarenta kilómetros, caminarlos sin ningún recurso en solitario es una travesía para nada segura. El último lugar que reconocí, antes de que aceptara que estaba perdido, fue la peña El Corocito; el resto fue caminar sin ton ni son; un divagar entre el delirio de la sed y el miedo a toda clase de bichos. Las tres noches que pasé a la intemperie medio pude dormir porque di con las camas abandonadas de los araguatos, en los que tuve que soportar el trepidante olor a mierda. Mi escasa dieta estuvo constituida por trozos de mangos y otras frutas que estos monos dejaban en cada campamento; no me atreví a alimentarme de nada más, porque soy incapaz de reconocer el veneno aunque salga de los colmillos de una serpiente verde y brillante. El agua no la probé. Sabía que si no me encontraban (había sido una idea estúpida salir a merodear por las cercanías de nuestro campamento en solitario) moriría de hambre y sed; y que los carroñeros darían cuenta de mi cadáver era un hecho a punto de consumarse. Me pareció, incluso, que cuatro patas seguían mi deambular, y por encima de las copas de los árboles me acompañaron varios zamuros que daban vueltas sobre mí. No pocas veces me detuve, cansado y con lágrimas en los ojos, rabioso conmigo mismo por necio, por insensato. ¿No había ya viajado por casi toda África cuidando de no cometer ninguna tontería? ¿No había recorrido las islas del Pacífico con mi cámara y mis notas sin que se me ocurriera que una excursión en solitario por una selva que no conozco sería la mejor manera de pasar la tarde? Lloraba abiertamente, sabiendo que ningún ser vivo reconocería mi lamento: yo tampoco entendía ninguno de los sonidos de los pájaros ni las señales de los insectos. Trataba de no escuchar las voces de animales más grandes, en cuyo menú pudieran incluirse mis sesos y mis entrañas.

Había creído que esta absurda excursión iba a valer la pena; incluso, lo confieso, fantaseé con que tal vez podría procurarle a mi ego algún galardón científico gracias a mi temeridad. Pero olvidé una de las reglas principales de la evolución: el éxito es para el individuo temerario, no para el imprudente. Yo quería encontrar por mis propios medios al anciano del que nos habían hablado en la laguna del Diablo, en la ribera occidental del Orinoco. Lo llamaban Amahiri, que es como denominan a los habitantes del mundo subterráneo, según su mitología. Una de las leyendas en torno a este nombre cuenta que, al principio del mundo, Amahiri salió a la superficie ignorante de que poseía la capacidad para deformar el espacio sirviéndose del flujo temporal y sin querer destruyó toda la creación, y que sólo se regeneró cuando el tiempo volvió a fluir en línea recta. El nombre era, pues, bastante apropiado, y a mí me produjo tal fascinación el asunto que desde entonces no pensé en otra cosa sino en entrevistarme con él, en examinar sus ganglios, en tomar muestras de su sangre. Los «prodigios» (así los llamaron) que le atribuían a este anciano concordaban perfectamente con el mal del tiempo que hemos venido a investigar en los parásitos del río, y que está suficientemente documentado en la bibliografía médica. Prácticamente todos los habitantes entre laguna del Diablo y laguna Santa Bárbara se saben la vida de Amahiri de cabo a rabo; y, según algunos, los visita cada cierto tiempo.

Cuentan que Amahiri nació en un bongo que remontaba el Orinoco, y su madre no sintió dolor alguno cuando lo parió, pues el niño ya estaba fuera cuando a ella le vino la primera contracción. Salió por sus propios medios y por eso le decía a su madre que ambos lo habían parido ese día. «En el fondo, soy mi papá», decretaba, y nunca quiso reconocer a su padre como coautor de su concepción. Mis compañeros y yo, obviamente, identificamos esta parte de la historia con una especie de complejo de Edipo indígena, en el que el padre es asesinado con el nacimiento del hijo. Parece que al padre de Amahiri no le gustó esta versión de su nacimiento y, enfadado con él, lo echó de la comunidad, así que pronto Amahiri se vio obligado a vivir alejado de todos. Fue cuando tuvieron lugar los «prodigios»: aparecía cuando no lo estaban llamando, o mucho tiempo después de que lo hacían; en tres días cruzaba el río a nado por su parte más ancha, cosa que ninguno puede hacer, y nunca se supo cómo lograba aguantar tanto tiempo en el agua sin comer —y sin que se lo comieran—; movía las cosas de sus sitios, pero no de su tiempo. En fin, todos eran, desde luego, ataques de lentitud que los yanomamis tomaban por milagros de un mago o un hechicero. A algunos, incluido el jefe de la comunidad, no les gustaba el don de Amahiri, y lo obligaron a marcharse aún más lejos, hacia los tepuyes. Otras versiones indican que cruzó hacia la ribera oriental del río y se instaló a orillas del lago El Coroso. Continuó, no obstante, visitando a su madre por las noches hasta que lo descubrieron y los hombres lo llevaron muy lejos, para asegurarse de que no regresaría jamás. La madre lloró amargamente, pero como tenía otros hijos que le ocupaban el tiempo, permitió resignada que se cometiera tal injusticia.

La mala suerte, o el destino, quiso que la hija más pequeña del jefe de la comunidad cayera al Orinoco y se ahogara. Una semana después de la desgracia, rescataron el cuerpecito hinchado y sin vida. Como un milagro, los peces del río apenas habían devorado los dedos de los pies, así que su carita pudo ser exhibida para gran pena de todos. Tres días después del entierro, y mientras cada uno sentía el abatimiento cernirse sobre su vida —esa gente considera la muerte de un infante como el peor de los augurios, porque cancela el futuro de toda la comunidad— apareció Amahiri con la niña dormida en sus brazos, húmeda, pero protegida por el poncho del desterrado. Estupefactos, los hombres quedaron sin habla y algunas mujeres se desvanecieron; sólo la madre de Amahiri, sin saber si era más feliz por volver a ver a su hijo o por saber a la niña viva —o a causa de las dos cosas— de un brinco se echó al cuello del desterrado y lo llenó de besos, despertando a la niña que de inmediato comenzó a llorar. Fue la señal para que todos recobraran la conciencia y el padre de la niña cayera de rodillas consternado, agradeciendo a Amahiri el milagro y pidiéndole perdón en nombre de todos. La niña estaba a salvo y los dedos de sus pies seguían creciendo pequeños y delicados sobre la tierra.

Al ser interrogado, Amahiri explicó, lacónico:

—Nadaba cuando vi que, dormida, flotaba boca arriba.

Luego besó a su madre, y se echó de nuevo al río, hacia la laguna El Coroso. Desde entonces no se le ha vuelto a ver.
El milagro fue explicado como su capacidad para cambiar el curso de las cosas, pero nosotros ya sabemos que se trata de los ataques de lentitud que hacen trizas la velocidad temporal de Amahiri y la causa de que llegue demasiado tarde —o demasiado temprano— a los acontecimientos. En este caso le sirvió para «resucitar» a la niña, aunque en realidad la rescató de un tiempo distinto al que vivían sus padres. Sin ser un prodigio de la naturaleza, su caso se puede confundir perfectamente con algunos de los postulados de la física teórica contemporánea. A estas alturas, la enfermedad de Amahiri, si continúa vivo hoy, habrá alcanzado un estadio que nunca antes hemos registrado; cualquier científico que sea capaz de hacerle siquiera un somero examen, puede asegurarse el camino hacia el premio Nóbel. Así de enfermo estará.

Mis compañeros no hicieron demasiado caso a la historia de Amahiri, incluso uno de los biólogos venezolanos aseguró que esta gente de por aquí es capaz de inventarse cualquier mito con tal de que les llevemos víveres y les dejemos algunos euros que luego cambiarán cuando emprendan sus recorridos por San Fernando de Apure y los pueblos adyacentes. Yo me creí la historia; y por eso, una tarde, cogí la lancha y crucé el río, en dirección al lago El Coroso. Pensaba en principio echar un vistazo en la cueva donde se supone que vive Amahiri, pero no calculé que la noche por estas latitudes se echa encima como el lobo de un cuento infantil. Anocheció casi inmediatamente y tuve que pasarla al raso, junto a una improvisada fogata que me dio calor y seguridad. Podría sin problema aguantar una noche sin comer, y no sería la primera vez. A la mañana siguiente regresaría al campamento guiándome por el rumor del Orinoco, que se oye a varios kilómetros si se pone un poco de atención.

Pero dentro de mis cálculos no entraba el hecho de que las corrientes cercanas se escuchan incluso con mayor ímpetu que la del río, que en definitiva es caudaloso, pero no tan ruidoso. Sin saberlo, me fui por una dirección equivocada —fui tan torpe que ni siquiera me había llevado una brújula; mi fe en mi sentido de orientación era inagotable— y cuando me pareció atisbar la ribera del Orinoco, la anchura de dos kilómetros que me separaba de mis compañeros, descubrí con desencanto que se trataba de una corriente distinta, y que no tenía ni idea de dónde me encontraba. Vagué, como he dicho antes, durante tres días, y dormí como los monos; pero no di en ningún momento con Amahiri. No di con él, pero sí con su enfermedad.

Cuando me encontraron, los soldados de frontera pensaron que yo era un guerrillero colombiano fugitivo: tenía una barba que me llegaba hasta el pecho y mis uñas eran largas, gruesas y negras. «¿Cuánto tiempo lleva metido en esta selva?», me preguntó el capitán. «Hace tres días que salí del campamento científico de la laguna del Diablo, el de los epidemiólogos venezolanos», contesté, y se rieron burlonamente.

—¿No tienes una coartada más nueva, colombianito?

Y entonces supe que hacía dos años ya que mis compañeros habían levantado el campamento, por falta de presupuesto y por orden del gobierno: la guerrilla merodeaba cada vez con más frecuencia y no era un sitio seguro para unos científicos desarmados.

—Entonces estoy enfermo —contesté.

Y me han traído a este aeropuerto, donde tengo dos días durmiendo. O dos años, no estoy seguro. No enloquezco porque aún sé que soy Joachim Archiloco, especialista en enfermedades tropicales.

Evidentemente, el relato de Archiloco está lleno de erratas y exageraciones propias del que es ajeno a estas tierras y, lo que es peor, del que no conoce mi enfermedad. Los ataques de lentitud tienen la característica de que sólo te retrasan a ti, no al resto del mundo. Y tampoco se suspende el apetito sólo porque se tengan repetidos y agudos ataques de lentitud. A lo sumo, se vive con náuseas continuas y, como he dicho más arriba, con esa sensación pastosa en el paladar parecida a la textura de la miel, pero sin el sabor dulce. Ocasiones ha habido, es cierto, en que me pareció que el tiempo de todo el Universo se adelantaba o se atrasaba de manera antinatural, pero siempre he podido constatar, por la actitud de mis congéneres, que sólo era un espejismo propio de los síntomas lentificadores.

Ni siquiera entre enfermos el tiempo se comparte. Y así lo comprobé en la entrevista que el magnate de las finanzas y yo sostuvimos en un tiempo que para menor complicación llamaré «algún instante del año pasado», con la advertencia de que con esa frase sólo me estoy refiriendo a un momento que transcurrió antes del que transcurre ahora, pero que no es posible para mí identificar con más precisión. Mi enfermedad me hace inútil para los calendarios como a los daltónicos la suya los hace inútiles para los semáforos.

Pues bien, en nuestra única entrevista, mientras para mí el tiempo iba perdiendo segundos como un odre que estuviera agrietado y dejara chorrear lentamente el vino que contiene, para mi interlocutor y compañero de padecimiento el tiempo se deslizaba entre los instantes como la arena de la playa entre los dedos de un niño. Juraría que envejecía más rápido que yo, pero debe de ser un efecto óptico debido a sus canas, su corbata y el estrés de manejar tantos millones al mismo tiempo. Sin embargo, los testigos de la entrevista aseguran que no notaron nada en particular mientras ambos estábamos juntos, y sus relojes funcionaron a la perfección, haciendo honor a su origen suizo. Fue una reunión aburrida para ambos, pero desde entonces cada uno sabe lo que tiene que hacer. Y sabe que debe hacerlo ahora y siempre. En principio, no jugar con el tiempo. «Ahora sí, el tiempo es oro, mi amigo», me dijo el magnate con paternal afecto, antes de despedirse de mí. Con esta frase me invitaba a buscar más personas como nosotros. Pero, ¿cómo detectarlas? ¿Hay un método para saber quién es portador de la enfermedad, si no existe técnica sobre la tierra capaz de diagnosticar el más leve ataque de los segundos con virus? Yo le sonreí con educación cuando insistió en que debíamos de ser más, pero él sabe tan bien como yo que, de haberlos, los conoceríamos, porque no es esta una enfermedad que se pueda ocultar fácilmente. Y ya he dicho que si hay más seres humanos infectados, no lo sabremos hasta que los síntomas sean inevitables. Este mal del tiempo se oculta cuando le conviene y emerge para destruir. Y no sólo al portador. Sin embargo, casi estoy seguro de que no es una enfermedad contagiosa: nunca habrá una epidemia de tiempo. De esa entrevista, saqué en claro mi aislamiento, y lo que debo hacer en adelante.

No puedo creer, por lo tanto, en la delirante historia de Archiloco. Hace aguas por todos lados, sobre todo en el episodio de la niña. ¡Tamaño disparate! Seguramente, para justificar su irresponsable actitud y satisfacer la curiosidad y los deseos de resultados de su opulento mecenas —ningún profesional que se precie comete semejante tontería sin saber el daño que puede ocasionarle a toda la expedición— se inventó toda esa fantástica historia, que sólo puede salir, lo repito, de la calenturienta imaginación europea. Tal será el susto por su torpeza que ha enloquecido inventándose un extravío de dos años y una fábula que en el siglo diecisiete habría tenido un público dispuesto a creerle a pies juntillas. Pero, ¿hoy? Hoy todo va tan rápido que a veces dudo de que nuestra enfermedad sea natural y no la consecuencia lógica de un virus informático mal digerido por los dedos internautas.

Suponer que quienes lo escuchan son tontos es el peor error del científico cuando elabora sus teorías y cuenta sus batallitas. Quizá el calor, los mosquitos y su impericia le han llevado a inventar toda una mitología alrededor de un extravío que se redujo, lo sé porque me lo han contado en laguna del Diablo, a una larga temporada al servicio de uno de esos ínfimos señores de la guerra que se apropian de un trozo de selva para sembrar su coca y medrar a costa de los campesinos del lugar.

Esta enfermedad no es un juego, aunque se inicie como tal. Padecer ataques de lentitud es un estigma que va más allá de lentificar o apresurar la copa del tiempo: cuando está tan avanzada como en mi caso, como en el caso del magnate de las finanzas, se convierte en una grave responsabilidad. Antes de que la enfermedad nos gane, estamos obligados a tomar conciencia de ello y denunciarla públicamente, porque nuestros actos pueden cambiarlo todo. Nadie emerge del submundo así, sin más; cuando lo hace es por algo. Un hombre no tarda tres días en cruzar un río y sale de él sin más. Una comunidad no pierde a su miembro más pequeño y queda ilesa. Una niña no se ahoga y regresa del más allá temporal sin consecuencias. Un ataque de lentitud no acaece sin dejar una huella en el cosmos, una huella invisible, que es la costura que mantiene el orden de la Naturaleza. Desatarla traería graves consecuencias y, en el peor de los casos, la desaparición de todo lo que existe en el Universo. Por eso la niña permanece hundida en el lecho del Orinoco, donde la vi con vida por última vez, y yo, Amahiri, me escondo del mundo en este subterráneo para no destruirlo de nuevo.

publicado originalmente en la antología Las voces secretas (Alfaguara)